sábado, agosto 05, 2006

Domingo 6 de agosto de 2006 - DECIMO OCTAVO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO - TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

Evangelio : Marcos 9, 1-9
Primera lectura: Daniel 7, 9-10. 13-14
Salmo responsorial: 96, 1-2. 5-6. 9
Segunda lectura: 2Pedro 1, 16-9

Mc 9,2-10: "Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes"
«Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: "Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías"; - pues no sabía qué responder ya que estaban atemorizados -. Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: "Éste es mi Hijo amado, escuchadle". Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Y cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos observaron esta recomendación, discutiendo entre sí qué era eso de "resucitar de entre los muertos"».

Reflexión

Este Domingo, en lugar de celebrar el Domingo XVIII del tiempo ordinario, la Iglesia celebra la Transfiguración del Señor, que anualmente se celebra el 6 de agosto. Por ser una fiesta del Señor, su celebración prevalece sobre la del Domingo ordinario.
San Pedro, uno de los tres apóstoles que presenciaron el extraordinario suceso de la Transfiguración del Señor en el monte Tabor, menciona en una de sus cartas haber visto con sus propios ojos la majestad del Señor (2ª. lectura). Lo hace para desmentir a aquellos que andan diciendo que la predicación de los apóstoles no sería sino tan sólo el fruto de ingeniosas fábulas. Recordando el episodio de la transfiguración, Pedro afirma que Dios mismo señaló a Cristo, otorgándole pleno honor y gloria.
Las palabras de Pedro recuerdan la visión de Daniel (1ª. lectura), en la que el profeta vislumbra al "Hijo del Hombre" cuando es llevado a la presencia de Dios, representado por un Anciano con vestiduras blancas como la nieve y sentado en un trono de llamas de fuego: «A Él -dice el profeta- se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás».
Ahora (Evangelio) son los apóstoles Pedro, Santiago y Juan quienes ven no ya no una visión, sino que presencian un hecho real: ante sus ojos el Señor Jesús se transfigura y sus vestidos se tornan blancos y resplandecientes. La semejanza con el Anciano de la visión de Daniel es evidente. La luz y la blancura son símbolos que representan la eternidad y la trascendencia, atributos propios de Dios. En la transfiguración Jesucristo muestra la gloria de su divinidad, oculta hasta entonces por el velo de su humanidad.
En el episodio de la Transfiguración el Señor no sólo revela su completa identidad, sino también su relación con la Ley y los profetas de la antigua Alianza: «Se les apare¬cieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús». Moisés y Elías ocupan en la historia de Israel un lugar fundamental: Moisés es el hombre de la Ley (ver Eclo 45,1.5), Elías es el profeta superior a todos, que no tiene igual en gloria (ver Eclo 48,1.4). El primero representa la Ley, el segundo a los profetas. El Señor Jesús, resplandeciente de gloria, reuniendo a ambos, aparece claramente superior a ellos, y su superioridad es confirmada por Dios mismo quien deja oír su voz desde la nube: «Éste es mi Hijo amado, escuchadle.»
Lo que hoy llamamos "Antiguo Testamento", en el Evangelio es llamado "la Ley y los profetas". En Cristo todo el Antiguo Testamento encuentra su sentido y su cumplimiento. Todo el Antiguo Testamento es anuncio de Cristo.

¿Cuántas veces en medio de duras pruebas o dificultades nos hemos preguntado: «¿Está Dios entre nosotros o no?» (Ex 17,7)? ¿Cuántas veces hemos querido o quisiéramos que Dios nos hable, cuando por ejemplo buscamos una luz para orientar nuestra vida, para tomar una decisión importante? Y si nada escuchamos, pensamos que Dios no nos habla.
Pero, ¿es verdad que Dios no nos habla? ¿O somos nosotros quienes "teniendo oídos no oímos", "teniendo ojos no vemos", porque nuestro corazón está embotado y endurecido? (ver Mt 13,14-15). ¡Cuántas veces Dios arroja su semilla en nuestros corazones, encontrando sólo una tierra estéril, endurecida! ¡Cuántas veces nos pasa lo que dice aquél aforismo: "no hay peor sordo que el que no quiere escuchar"! Dios habla, y en Cristo habla fuerte, pero no pocas veces le corremos, le cerramos los oídos porque lo que nos dice no siempre se acomoda a lo que nosotros quisiéramos escuchar. Sí, la palabra de Dios incomoda mucho porque exige cambios radicales, exige opciones radicales, exige renuncias que no siempre estamos dispuestos a realizar, exige abrazarnos a la Cruz cuando no queremos sufrir, ¡exige tantas cosas más que no necesariamente nos gustarán!
Lo cierto es que en Cristo, su Hijo, Dios ha hablado y nos sigue hablando también HOY con mucha fuerza, para quien está dispuesto a escuchar. Sus palabras son esas semillas que Dios nos pide acoger dócilmente en nuestros corazones: «Éste es mi Hijo amado, escuchadle» ( Mc 9,7).
Por ello, ante esta "sordera" que de una u otra forma a todos nos afecta, querámoslo admitir o no, conviene preguntarnos con toda humildad y honestidad: ¿Cómo acojo yo a Cristo, Palabra viva y eterna del Padre? ¿Cómo acojo yo sus palabras y enseñanzas? ¿Hago todo lo posible por hacer fructificar las enseñanzas de Cristo en mi vida mediante obras concretas, asumiendo cambios necesarios en mi comportamiento? ¿O ahogo el dinamismo de su Palabra en mi corazón (ver Heb 4,12), cerrándome con autosuficiencia a lo que me enseña, siendo inconstante cuando el camino se torna difícil, dejándome arrastrar por las atractivas seducciones del poder, del placer, del tener?
Como el Padre eterno, también Santa María, la Madre del Señor, nos señala a su Hijo y nos exhorta vivamente a escuchar sus enseñanzas para ponerlas en práctica: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Ten la certeza de que si pones por obra la Palabra divina enseñada por el Señor Jesús y no te contentas sólo con oírla, practicándola, serás feliz (ver Stgo 1,25).
FUENTE: Catholic.net

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