miércoles, agosto 02, 2006

El hombre: imagen de Dios

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El hombre: imagen de Dios
1. Naturaleza de la felicidad:
Dios se ha hecho una imagen de Sí mismo en el hombre: un ser con inteligencia y libre voluntad, con poder de autodominio.
Dios le ha dado una participación en el gobierno del mundo corpóreo: “Hagamos al hombre a nuestro imagen y semejanza y que gobierne los peces del mar, las aves del cielo, el ganado, todos los animales salvajes y todos los reptiles que se arrastran por la tierra. Y así Dios creó al hombre a su imagen” (GN. 1, 26-27).
La historia es el esfuerzo del género humano tratando de dominarse a sí mismo y al mundo que Dios le confió. Y sea que lo haga bien o lo haga mal, sabemos que el mundo sigue dando gloria a Dios, porque es Dios el absoluto dueño de su mundo.
Debajo de todos los deseos humanos, tan múltiples y a veces tan conflictivos, vemos un único deseo que imprime sentido y solidaridad, fuerza y decisión a todos los deseos humanos. Todo el mundo busca lo que busca por una sola razón: piensa que le satisfacerá; creer que el cumplimiento de aquel deseo le hará feliz; la felicidad es la meta de toda actividad humana, es decir, libre y deliberada.
Como el hombre le es posible pensar: la meta de sus acciones es como la lámpara que alumbra el sendero a la voluntad. Y es porque la meta le esta llamando hacia delante, porque por lo que el hombre prosigue a la marcha de su vida, de acción en acción, de libre elección en libre elección. Así, la meta común de toda actividad humana es la felicidad el bien perfecto que satisfaga y colme todos los deseos humanos.
La búsqueda de la felicidad es la base común donde se juntan todos los deseos y todas las ambiciones humanas… todos van buscando la felicidad.
Lo trágico del hombre no es precisamente que no dé con la felicidad, sino que se pase la vida buscándola donde no se encuentra (Ver nos: 294-95).
El cuerpo existe para el alma. Es el instrumento del espíritu para el trabajo del hombre en este mundo corpóreo.
Tendremos, pues, que decir que la felicidad de un hombre habrá que buscarla en el bien de su alma. Y, hasta cierto punto eso es verdad. Evidentemente la felicidad no es el alma misma; si así fuera, todos los hombres serían felices desde el principio. Ni tampoco consigue la felicidad en alguna perfección particular del alma, como la ciencia, la prudencia, la virtud. Todos son bienes parciales que siempre dejan tanto que desear todavía.
El único objeto que puede satisfacer completamente todo el deseo humano es el bien absoluto y universal, que está no sólo fuera del hombre, sino fuera de todo el mundo creado. Nada puede saciar la voluntad del hombre completamente excepto el bien universal que da completo sosiego al apetito. Y ése no se encuentra en criatura alguna sino solo en Dios. La felicidad del hombre, por lo tanto, sólo se encuentra en la posesión de Dios.
Dios es el objeto final, el último termino de todos los deseos del hombre. Y el que nuestra alma posea a Dios, eso es la felicidad.
Pero ¿puede el hombre, cuyos poderes son tan limitados alcanzar a Dios, Bien infinito? Es evidente que no, si se trata de una actividad corpórea con que apresarlo. Dios es espíritu puro y el hombre no puede consumir a Dios como se come un alimento,. En el caso de la Sagrada Eucaristía el hombre recibe a Dios, como partícipe de la vida plena en Dios. Ni puede ver a Dios con los ojos ni su cuerpo, escucharlo con su oído, o tocarlo con sus manos. Si el hombre desea alcanzar a Dios, Espíritu Absoluto, habrá de ser, si a caso, con sus potencias espirituales del entendimiento y de la voluntad.
Solo la visión de Dios, por tanto, logrará satisfacer completamente todas las advertencias del hombre.
Solo la visión intelectual de Dios, que es toda verdad, puede tener término a esa búsqueda de la mente humana que persigue el conocimiento de la causa de toda verdad.
Solo la visión intelectual de Dios, que es todo el Bien, puede traer el sosiego final y el interminable gozo a esa persecución de nuestra voluntad tras ese bien universal que no deja más que desear.
¿Es verdaderamente posible esta visión de Dios para el hombre?
¿Puede el hombre completar la Esencia de Dios tal como es? Ser. Bien. Verdad.
Por sí mismo, pues, el hombre no puede pretender completar a Dios. Pero Dios mismo nos ha dicho que El se encargará de capacitarnos para verle. “Queridos míos, somos actualmente de Dios. Lo que seremos no ha manifestado todavía. Pero sabemos que cuando lo sea, seremos como El, porque le veremos tal como es”. (1 Jn. III, 2).
Gracias a un Don de Dios, prometido por Dios mismo, tenemos derecho a esperar lo que parece absolutamente imposible: la visión del mismo Dios.
Ver a Dios como El se ve: ésa es esencia de la felicidad perfecta. Eso es un acto de la mente, de la inteligencia.
¿Qué le sucede a nuestras voluntades que van buscando a Dios en el amor? Y qué a nuestros cuerpos, que son los instrumentos de nuestra alma en búsqueda de Dios. Y qué a nuestro amor, amistades y los otros seres humanos, que nos han ayudado a alcanzar a Dios.
Por lo que se refiere a nuestra voluntad, la visión intelectual de Dios nos da posesión del Supremo Bien, mientras nuestras voluntades se deleitan en Su presencia y abrazo.
Dios nos ha prometido la resurrección del cuerpo al final del tiempo. Entonces se reunirán nuestras almas con los cuerpos, y de tal manera que la plenitud de su felicidad llevará los cuerpos a su última perfección.
Ya no necesitaremos las cosas materiales de este mundo, que hoy son necesarias para la imperfecta clase de felicidad que se puede alcanzar en la vida presente.
Pero nuestros cuerpos resucitados serán espiritualizados, inmortalizados por el poder de nuestras almas ya gloriosas. El amor de los que nos quieren acompañará a la perfección de nuestra felicidad.
Con todo, nuestra propia independencia queda intacta, ni sufre merma alguna, aun por la infusión de ese don sobrenatural.
Dios, tiene respeto hacia la dignidad de cada humano. Nos ha creado a cada uno de nosotros con nuestra libre voluntad de modo que podemos volvernos a El por nosotros mismos y pedirle libremente el don de la felicidad perfecta. Nos ha dotado de nuestro libre albedrío, de modo que podemos buscarle y encontrarle mediante nuestras propias libérrimas acciones.
Y aunque esa dicha perfecta es sin duda don Suyo, sin embargo, los que la logran, lo hacen, mediante el buen uso de su libre voluntad. Así que parte del encanto de la última felicidad del hombre es que él mismo se la ha labrado
2. Actos humanos: pasos hacia la felicidad
Meta final del hombre es la visión de Dios. La vida humana es una marcha de la tierra al cielo; un viaje desde este mundo del tiempo y del espacio hasta el mundo intemporal de la visión de Dios. Mapa de rutas y medios de transporte son un mínimo de requerimientos para un viajero. Y pues que la meta es Dios, la vida es el viaje, y cada criatura logra su perfección o meta por medio de sus acciones, diremos que la ruta a Dios es el camino o ejercicio del bien. El mal es el camino equivocado, la ruta de la perdición. La carta de ruta que nos indica que nos indica claramente dónde está el bien y dónde está el mal, es la ley. La llamada que nos invita a emprender la marcha es la gracia de Dios.
Si este mundo es el camino para el otro que es morada, mas cumple tener buen tino para andar esta jornada. Así pues, caminamos hacia Dios mediante nuestras acciones humanas.
¿Qué es lo que distingue a las acciones verdaderamente humanas de la actividad de esas otras criaturas inferiores a él?
El hombre es diferente del resto del mundo porque es libre. El hombre tiene en sus manos el control de sus acciones. Si una piedra es dejada en una ladera en equilibrio inestable se echará a rodar. Si a una tomatera plantada en buen terreno se le da la luz, abono y agua, irá creciendo. Si a un perro hambriento se le echa una costilla, la devorará sin remedio. Pero si los agentes de una nación hostil le ofrecen alimento a un prisionero de guerra hambriento para que les revele secretos militares de su nación, un hombre puede aceptar o rehusar (examinar el ejemplo de San Maximilian Kolbe). y eso sucede porque el hombre es el único ser en la naturaleza que puede reconocer una meta como tal meta, y así discernir la relación de conveniencia que existe entre los medios para la meta, y la meta misma. Y como el hombre sabe que su meta última es el bien en general o la felicidad en general, no hay bien parcial o momentáneo que pueda obligarle a actuar. Aquí, por ejemplo, el hombre sabe que la traición no le conduce a la dicha perfecta, por tanto puede rehusar el pan que es el precio de la traición. El hombre se autopropulsa en sus acciones con el conocimiento de que ésta le conducirá a la meta o le alejarán de ella.
Para que un hombre realice acciones verdaderamente humanas tiene que tener libertad.
El secreto del destino final de cada hombre radica en el uso de su libertad, en la dirección que imprima su mando a sus propias acciones. Si el hombre se ganara la visión de Dios sería bien con un solo acto, la historia del ascenso del hombre hacia Dios sería bien corta, bien rápida y bien sencilla. Pero, como nos lo dice la experiencia, los hombres tienen que hacer innumerables decisiones libres durante el curso de una vida entera. Y la dirección de su libertad es muchas veces alterada por fuerzas opuestas, y otras por las circunstancias en que se produce el acto libre. Para un buen uso de la libertad hay que analizar esas fuerzas o acondicionamientos y evaluar la importancia de su presión sobre las acciones del hombre.
La libertad es una prerrogativa del espíritu. Le libera al hombre de las coerciones de la meta. Es algo así como las alas del pájaro que le permiten superar a la gravedad y le ofrecen los altos horizontes de las alturas. Un preso soltado de la cárcel, un enfermo dado de alta y emancipado así de la inexorable rutina del hospital, se sientes ligeros de alma, libres. Pero ese efecto espiritualizador ni se gana ni se preserva con facilidad. El pájaro debe batir las alas sin tregua para no caer y estrellarse. El ex - preso debe acatar la ley para no encontrarse detrás de los barrotes de nuevo. El convaleciente debe cuidar su salud. Y así la libertad de nuestra voluntad hay que ganarla y defenderla contra las fuerzas del mundo opuestos a la libertad del hombre.
Porque la libertad tiene sus enemigos dentro y fuera del hombre. Fuera está la violencia, esa anti-libertad. Dentro se agazapa el miedo, la concupiscencia, la ignorancia; todos capaces de debilitar u aun destruir la libertad.
El más aparatoso enemigo de la libertad del hombre, si bien en realidad es el más débil de ellos, es la violencia, es decir, la fuerza bruta o sofisticada aplicada al hombre, pero desde fuera de él. La fuerza bruta le impide escaparse al hombre. Pero no hay fuerza bruta que le impida a su voluntad querer escaparse. La fuerza puede impedirle a un hombre realizar sus deseos mediante su actividad externa. Pero ella sola, no puede quebrar la libertad de su voluntad.
Los enemigos mas peligrosos de la libertad del hombre están intramuros de su ciudadela: son los que él lleva adentro: miedo, concupiscencia, ignorancia.
El hombre, pues, aspira a la felicidad perfecta mediante sus actos desvirados, controlados, libres. El uso que el hombre hace de su libre albedrío determina su destino final. El rumbo en que su libre libertad le lleva puede ser influenciado por el miedo, la concupiscencia y la ignorancia dentro de él; y, fuera de él, por las circunstancias en que sus acciones se producen. Todo acto humano, es decir, toda acción deliberada y controlada, implica actividad tanto de la razón como de la voluntad. Hay que examinar la influencia reciproca entre la razón y voluntad para comprender la libertad humana.
Analicemos, de cerca una acción humana individual cualquiera: un joven cumplió años y sus padres le han regalado cincuenta mil bolívares para que se compre lo que quiera. Se trata de hacerle feliz aquel día. Él piensa, comprare aquel reloj que me gusta, ¡Ah! Pero, también aquel pantalón, o, aquellos zapatos. Cualquiera de estas cosas lo harán feliz por cierto tiempo. Por fin se decide por reloj. Va a la joyería, lo paga, se lo pone. Y durante todo el día mira y remira a su reloj, gozando de su adquisición.
Hay aquí una serie de acciones e interacciones. Al recibir el dinero su razón le dice que esta en condiciones de lograr algo bueno. La voluntad responde deseándolo. Eso se llama volición: la voluntad desea cierto bien. La razón juzga que ese bien a su alcance debe ser logrado, examina las posibilidades, alternativas. La voluntad consiente en el bien que representan las opciones. La razón pronuncia un juicio preferencial a favor del reloj. La voluntad acepta. La razón le dice que hay que tomarse la molestia de salir a la calle para ir a la joyería. La voluntad ordena la respuesta en marcha, el examen del reloj, el desembolso del dinero y la colocación en la muñeca. Sigue el gozo en la posesión del bien.
Desmontado este sencillo ejemplo descubrimos cuatro elementos esenciales en la dirección de las acciones humanas hacia la consecución de la felicidad.
PRIMERO: la voluntad sigue siempre al entendimiento.
SEGUNDO: la voluntad siempre tiende a lo que es bueno.
TERCERO: La libertad se encuentra esencialmente en la acción de escoger.
CUARTO: la orden, o mandato, es la fuerza directiva de la acción humana.
-La voluntad sigue al entendimiento: por sí misma, la voluntad es ciega. Por sí misma no es más que la apetencia de lo bueno; la tendencia al bien. Mientras su razón no le indique cuál es el bien, la voluntad no actúa. El primer movimiento del entendimiento o razón es debido a la naturaleza misma. El hombre se encuentra sumergido, cuerpo y alma, en la actividad sin tregua de un mundo no puede escapar al impacto del mundo y de su propio cuerpo sobre su conciencia. De este modo, al despuntar la razón, el niño aprehende que hay cosas que son buenas para él. De hay en adelante habrá en su vida una interacción entre razón y voluntad: la razón reconociendo al bien en las cosas y la voluntad tendiendo a esos bienes.
-La voluntad siempre tiende al bien:
La voluntad es una potencia hecha para el bien, como el ojo está estructurado para captar la luz y el pulmón para el oxígeno. La voluntad es una constante tensión hacia el bien. Cuando reflexionamos que en realidad muchas veces los hombres van tras lo que les es nocivo nos podrá parecer que aquí hay una petición de principio al decir que la voluntad va siempre en pos del bien. Pero, de nuevo, la solución hay que buscarla en la naturaleza de la voluntad. La voluntad es un apetito racional. Como apetito es una inclinación a algo. Querer algo es tender, es buscar, es inclinarse hacia algo. Pero esa inclinación es hacia alguna cosa conveniente al individuo atraído por ella. Y el bien es algo conveniente, adecuado provechoso para él. Pero la voluntad no es una mera inclinación o tendencia: es un apetito racional. Si ella busca algo como conveniente y adecuado al individuo es porque se lo ha indicado la razón. En otras palabras:
La voluntad busca no implemente lo bueno, sino lo que le ha presentado su razón como bueno. Total: que aunque está hecha para tender a lo bueno, no es imposible que un hombre busque lo pernicioso porque la razón se lo ha presentado como bueno.
La voluntad, en su tendencia al bien, se mueve natural, necesaria y espontáneamente, hacia el bien en general. Bajo ese aspecto la voluntad del hombre no es libre. No tiene más remedio que tender solamente al bien; o por lo menos hacia lo que se le presenta como bien. Y en esta gravitación universal de las voluntades, es Dios el supremo y el autor de todo lo que es bueno en el universo. Quien mueve naturalmente la voluntad humana hacia el bien. Es claro que en esa espontánea atracción de la voluntad del hombre hacia lo bueno no hay libertad de elección.
Propiamente la libertad del hombre radica el la elección de los medios que lo conducen a la consecución del bien. El joven cumpleañero de nuestro ejemplo, busca irremediablemente lo bueno que le haga feliz, de un modo espontáneo. Pero al escoger el modo de lograr esa dicha tan espontánea, decidiéndose por el reloj, él actúa libremente. Si en vez de ofrecérsele el dinero se le ofreciera la visión directa de Dios, su voluntad humana le habría aceptado necesariamente. En tal caso, un ser humano como él no habría pedido rehusar la satisfacción perfecta de todos sus deseos. Pero ¿quien podría habérselas ofrecido? Solo Dios. En esta vida presente sólo podemos obtener bienes particulares, pero nunca el Bien Supremo, o el bien en general; eso queda para luego. Ahora bien. Ahora bien, como esos bienes particulares, aunque fuera la suma total de ellos, no podemos satisfacernos completamente, he aquí que nuestra voluntad humana queda libre para aceptar o rehusar cualquiera de esos bienes particulares. Así pues, la libertad de las acciones humanas radica en la elección de los medios para la consecución del bien.
¿Qué es lo que da ese impulso a la voluntad para que se aplique a la consecución de sus fines? Es la orden, el mandato; el mensaje que la mente le transmite sobre los medios a tomar para satisfacer su tendencia al bien deseado. Esa orden es la fuerza conductora de la actividad humana. Si el hombre no se manda a sí mismo no hay acción. Todos conocemos el tipo de mortal que no acaba nunca de decidirse a hacer lo que él dice que quiere hacer. Pero aunque la orden ejecución es un acto de la razón presupone el acto de la voluntad, es decir, libre elección de la voluntad decidida a alcanzar el bien de alguna manera. El éxito de una vida, es decir, de una vida que logra alcanzar la ultima y perfecta felicidad, está en función de la libre elección y del mando. Se logra la perfecta dicha dirigiendo apropiadamente las acciones humanas hacia esa meta. Para que tal dirección sea eficaz tienen que ser adecuadas tanto la libre elección de los medios como la firmeza del mando. Ese es el largo camino hacia la visión de Dios. Si libremente escoge el hombre los medios conducentes a ese término y si no vacila su mando en la ejecución de esos medios, su rumbo es seguro: Boga hacia Dios, rema hacia Dios.
3. felicidad y moralidad.
Hemos examinado los actos humanos como pasos del hombre hacia la consecución de la felicidad. Vamos a examinar ahora la cuestión de la moralidad de los actos humanos. Al indicarnos qué es lo bueno y cuales actos son malos. La moralidad nos pone al descubrimiento el firme camino que lleva a la dicha y el del que lleva a la desesperación.
Llamamos la moralidad de un acto a su rectitud o desviación, al bien o el mal de él, a que merezca permiso o castigo.
Algunos dirán que la moralidad es la mera costumbre o conveniencia social. Según cambie el gusto o capricho de esa sociedad (“la moda”), o, su legislación, la autoridad del Estado; o, en la autoridad del individuo mismo para dictarse a sí mismo las normas de moralidad según las circunstancias, la conveniencia. Hay otros mas, que destruyen toda noción de moralidad haciendo del hombre un esclavos de sus fuerzas biológicas, psicológicas y sociológicas.
Ninguna de esas explicaciones satisface. El hombre es libre. No es un impotente esclavo de su biología, psicología, sociología y economía, del Estado y la política, de la familia, del ambiente, de las circunstancias o la moda. El hombre está al mando de sus acciones persiguiendo la felicidad.
El hombre es un tipo de ser que es capaz de hacer el bien y hacer el mal, tanto lo provechoso para su bienestar como lo destructivo de su bienestar. Las acciones humanas serán buenas o malas, perfectas o defectuosas, si son lo que deben ser conforme a la naturaleza humana, no porque las autorice una ley o las condene una sociedad permisiva.
Como hemos dejado sentado ya que los actos libres del hombre deberían ser conducentes a su felicidad perfecta, concluiremos que las acciones libres de un hombre serán buenas y malas, según sean conducentes o no a su último destino: la consecución de su perfecta felicidad.
Aquí es la razón humana la que tiene la palabra: ella es la que debe reconocer si una acción es adecuada o inadecuada para la obtención de ese fin. Es la razón la que reconoce la finalidad última de la acción. Y es la razón la que averigua si un acto particular es el apropiado para ella o no. Y ese juicio que la razón formula sobre si la acción es o no conducente al bien ultimo del hombre lo que constituye la regla inmediata para las acciones inmediatas. En otras palabras. El fundamento inmediato de la moralidad de las acciones humana estriba en el juicio de la razón.
El juicio de la razón está basado en la realidad misma. La conveniencia de cualquier bien particular para cualquier criatura particular está basada en la naturaleza misma de la criatura. La luz solar es buena para el maíz porque el maíz está estructurado para crecer bajo la influencia de la luz (fotosíntesis) y del calor. Y las alas son buenas para un ave. Algunas acciones son buenas para el hombre porque le van conduciendo a aquella perfecta felicidad para la que está hecho según el orden de la creación de Dios. Otros no son buenos por que no valen para llevarle a la finalidad que le marca su propina naturaleza, o les desvían de ella. Por tanto el juicio que emite la razón en cuestiones de moralidad, es decir, de adecuación o inadecuación de las acciones para con el fin último, no es creación de la mente. Es un mero reconocimiento de las características de congruencia o incongruencia de la realidad misma.
Pero la realidad creada es solamente una imitación, un reflejo de la perfección infinita, que es Dios. Por tanto, las cosas buenas o malas, los actos humanos son buenos o malos según se conformen al concepto de Dios de cómo tiene que ser cada cosa. Detrás de la ley de la razón humana está la base sólida de la ley eterna en la mente de Dios. La ley eterna en la mente de Dios está basada en la naturaleza de los seres que Él ha hecho reflejando sus propias perfecciones. Y la ley eterna (inmutable como Dios) por lo que respecta a lasa acciones humanas está basada en la naturaleza del hombre y en la de sus acciones en cuanto ambas reflejas la perfección de Dios reflejada en el hombre. El juicio de la razón humana sobre la moralidad de las acciones humanas es un reflejo o si se quiere una participación de la mente humana en la eterna, inmutablemente de Dios.
El objetivo o finalidad del acto humano es de por si el factor básico determinante de su moralidad. La razón ve que algunos actos son buenos porque su finalidad natural es buena, lo que realizan es bueno; y hay otros que son malos porque su finalidad natural es mala. Dar limosna al pobre tiene por objeto un bien. Robar tiene como objeto de por si algo malo. El fin no justifica los medios. La agilidad física es cosa buena de adquirirse (pero si la uso para robar o para fines sensuales) la intención que se le da lo a estropeado todo la acción esta ya viciada. Así, una intención mala puede convertir en malo un acto naturalmente bueno. Sin embargo, lo contrario no es verdad. Es decir, una buena intención no puede convertir en buena una acción intrínsicamente malo. No se pude robar al prójimo para ayudar al pobre.
Hay circunstancias que pueden acrecentar la bondad de su acción o aumentar su malicia. Amar es hermoso y bueno; pero amar a un enemigo es más meritorio por el esfuerzo que implica. Robar a un rico es malo pero robarle a un pobre calma al cielo. Hay circunstancias que influyen de un modo notable mayor en el acto: a veces hasta el punto de añadir un tipo diferente de bondad o de malicia, que quedan así duplicadas. Esa es la circunstancia que el moralista llama no meramente agravante, sino alteradora de la especie.
Si la razón juzga que todos esos elementos del acto son buenos, es decir, convenientes para la consecución de la dicha de la criatura, entonces el acto es moralmente bueno. Y viceversa.
Cuando la razón da el dictamen sobre la bondad o maldad del acto propuesto queda todavía la acción de la voluntad escogiéndolo o rechazándolo. Y esto implica un acto interno, el de la voluntad, seguido, generalmente por un acto externo, el de la ejecución. La voluntad, como poder que ordena, es la frente activa del bien o del mal en el mundo. Las acciones externas son los medios que ella usa para llenar de bien o de mal este mundo nuestro. Hacer algo bueno, bien hecho, y, en general, el bien, y, propalarlo para que todo el mundo se entere-según nos dijo el maestro, no merece ni el premio de Dios, ni el aplauso de los hombres. Los hombres solemos juzgar a los otros hombres por sus acciones. Todos creemos que es justo que se premien los actos buenos y se castiguen los malos.
Sin embargo, se ha puesto de moda en algunos círculos ridiculizar, suavizar, disminuir, la idea de pecado, descartando las naciones de merito o demerito, de alabanzas o reprobación. Y eso es puro sentimentalismo. Es negarse a encararse con las realidades.
En general la sociedad de estos tiempos profundamente hedonistas quieren suavizar, hasta borrar la conciencia de pecado. Es como el sentimentalismo de la madre que persiste en creerle a su hijo una joyita mientras todo el mundo sabe que es un holgazán, un ladronzuelo o un drogadicto.
La moralidad impregna toda acción verdaderamente humana. Todo acto deliberado y controlado del hombre de acerca a su suprema felicidad o le aleja de ella. Ahí se ve con claridad la dignidad y el poder de la libertad de cada hombre y de su control sobre sus acciones. Es impresionante pensar que cuando el mando controlado del hombre sobre sus propias acciones esta dirigido por la recta razón hacia su finalidad ultima, el ser humano es capaz de atravesar más allá de la frontera espacio-tiempo del universo y adentrarse en los horizontes ilimitado e intemporales de la visión de Dios. Por el contrario cuando sus acciones humanas deliberadas son contra el dictamen de su recta razón dirigida a otra meta diferente de la de su perfecta felicidad, entonces el hombre desciende a los aprisionadores límites de su pobre individualidad. Y es que el bien es una fuerza expansiva, capaz de abrir ante el alma el panorama infinito del Divino Ser. Mientras que el mal y el pecado son factores de la limitación y contradicción, capaces de encarcelar al hombre dentro de los estrechos muros de su mezquino yo. Pilotar su acción rumbo al bien es la tarea del hombre en esta vida el timón de este control, la recta razón y la buena voluntad, esta en las manos de cada hombre. Razón y voluntad llevaran donde reside la verdadera felicidad: la visión de Dios.
Felicidad y Pasiones:
La capacidad de alcanzar la felicidad perfecta que tiene el hombre se basa en el control de sus propias acciones. Este control se ejerce por medio de la razón y del libre albedrío. Si el hombre fuera espíritu puro, como lo es el ángel, podríamos ahora pasar inmediatamente al estudio de los hábitos de la razón y de la voluntad que facilita o entorpece al avance del hombre hacia la felicidad. Pero el hombre no es un espíritu puro. El hombre es una unidad natural compuesta por el cuerpo y alma. El alma del hombre esta destinada por la naturaleza a la unión con el cuerpo. Así pues, es el hombre integral es decir, su cuerpo y alma, quienes van detrás de la felicidad perfecta.
Como alma que es, el hombre esta hecho para vivir en el mundo espiritual la verdad universal y del bien universal. Pero como cuerpo que es también, el hombre esta hecho para vivir en el mundo físico de la naturaleza. En su alma, él es superior al mundo de las cosas. Pero en su cuerpo él es parte integrante del mundo de la materia. Y como personaje de este mundo de la materia, deberían de un modo u otro, buscar su perfección suprema por medio de un dominio espiritual del mundo físico en el que vive y actúa.
Haciendo eco al viejo adagio romano “meus sana in corpore sana”, la perfección del hombre postula una mente sana en un cuerpo sano. Pero la salud del organismo depende en parte de su adaptación al modo de vida de su mundo material. Ahora bien al igual que Dios ha dado a los animales irracionalidad una inclinación a buscar lo que es bueno para ellos en el mundo y evitar lo que les es nocivo, así también le ha dado al hombre una natural inclinación semejante.
Esta inclinación a buscar lo bueno y evitar lo malo en el mundo natural se llama el apetito de los sentidos. Tanto en los hombres como en los animales este apetito se manifiesta en esos movimientos hacia lo bueno y aversiones hacia lo malo que reciben el nombre de pasiones. En los animales irracionales estas pasiones les mueven natural e irresistiblemente, y por tanto no tienen signo moral alguno. Pero en el animal racional llamado hombre los movimientos de estas pasiones están sujetos al control de su razón y de su voluntad. Puede, por lo tanto, tener un carácter moral en cuanto muevan al hombre a acciones propias o adecuadas al hombre o a acciones impropias de un hombre. Por esa razón las pasiones juegan un papel importante en la consecución de la felicidad.
Pasión = apetito sensitivo.
Si bien son tres los elementos que descubrimos en la pasión, es decir, conocimiento, movimiento del apetito sensitivo y alteración orgánica, el que esencialmente constituye la pasión es el segundo, el movimiento del apetito sensitivo. Este consiste en la inclinación natural del hombre a preocuparse el bien sensible de su cuerpo y a evitar lo que le es dañoso. En otras palabras: las pasiones son los movimientos de este apetito sensible, bien al ir detrás de lo bueno, bien alejarse de lo malo.
Las pasiones, sean del animal, sean del hombre, son puestas en marcha por la aprehensión del bien y del mal. Desde este punto de vista tanto el animal como el hombre son pasivo bajo la atracción o repulsión del objeto, malo o bueno, distinto de ellos mismos. Y esta facilidad es lo que le ha dado el nombre de pasión. Pero este aspecto le facilidad no nos debiera inducir a su subvalorar la importancia de las pasiones en la vida humana. Es verdad que en cierto sentido el hombre es pasivo en los movimientos de las pasiones, pero las pasiones son una tremenda fuerza motriz detrás de la mayor parte de los actos humanos. Es la pasión por los bienes naturales del cuerpo, como son el alimento, el vestido, el abrigo, la vivienda, la que empuja a los hombres a trabajar en el mundo. Es el apasionado deseo del placer que impele al hombre a ganarse los objetos que el cree le proporcionara deleite. La pasión es la fuerza de propulsión que lleva al hombre a sus grandes realizaciones. Sin pasión no hay iniciativa; el hombre queda inactivo como una herramienta embotada que ya no sirve para su finalidad.
Las pasiones pueden agruparse por partes de contrarios, con excepción de la ira, así el amor es contrario al odio; el deseo a la aversión, el placer a la tristeza, la esperanza al miedo, la audacia a la desesperación. El amor es la frente de todas las otras pasiones. Es el amor del bien el que mueve al hombre al deseo y al placer. El amor del bien es el que lleva al hombre a odiar o detestar un mal que se echa encima, o a entristecerse por un mal que no puede ahuyentar. Es el amor del bien el que imprime ímpetu a la esperanza o a la osadía, o el que le hiere hondo con la desesperación o la tristeza. Es el amor del bien el que potencia a la ira. Y ese importante papel que juega el amor en la activación de todas las pasiones viene a hacernos ver unas ves mas que todas ellas son en el fondo manifestaciones de la tendencia básica de la naturaleza al bien y no al mal.
La relación de las pasiones a la moralidad salta a la vista. En el caso de un animal las pasiones lo impelan espontánea y necesariamente. La razón humana discierne si una pasión tiene por objeto un bien o un mal. La voluntad por su parte es libre de seguir el dictamen de la razón o actuar en contra de él. Si la volunta actúa contra el dictamen de la razón la pasiones conducen al hombre al mal moral, sea que se obtenga de paso algún bien físico o no.
Las pasiones son fuerzas formidables con las que se le ha equipado al hombre para que consiga el bien en este mundo. Una voluntad sin pasiones es una reina sin súbditos los controladores de esas fuerzas son la razón y la voluntad. La dirección a imprimírseles es el bien moral. Pero para el control adecuado se precisa algún conocimiento de las pasiones, especialmente de la del amor.
La primera pasión es la del amor. Vamos a usar aquí la palabra amor en un sentido más amplio y profundo del que le damos coloquialmente. Por amor vamos a entender ahora la fuente del movimiento hacia la meta que se anhela.
El animal tiene un conocimiento sensitivo. Y percibe lo que es bueno o malo para él. Pero, como el hombre tiene percepción sensitiva y conocimiento racional. Percibe lo que es bueno o malo para el tanto en el orden de los sentidos como en el de la razón y libre voluntad. Así, pues, el hombre es capaz de un amor sensitivo y de un amor intelectual. El amor sensible es el impulso de un apetito sensitivo hacia un bien percibido por sus sentidos: vista, tacto… el amor intelectual es el movimiento de su voluntad hacia un bien percibido por la razón humana. En ambos casos el hombre puede hacer uso de su libre voluntad, porque su apetito sensible esta hasta cierto punto sometido al control de la razón.
El conocimiento es indispensable para el amor. El apetito, sea el sensitivo, sea el racional, es movido por un objeto que lo atrae o repele. Pero esa atracción o repulsión no puede existir al menos que el objeto, atractivo o repulsivo, sea conocido como tal. Pues que es un movimiento del apetito sensible o del apetito racional, el amor, al igual que los otros apetitos, es una inclinación hacia algún bien. El amor es siempre complacencia en un bien. El hombre es el imán universal que atrae todo el amor hacia si mismo. Ello se debe a que el amor siempre tiende a la unión del objeto amado con la persona que ama, es un deseo reciproco, y, mueve a hacer sacrificios por la persona que se ama. El amor es el manantial de toda acción humana. Busque lo que se busque el hombre, es lo que ama lo que percibe. El amor es la inspiración y alimento de todo esfuerzo humano, es la fuerza motriz de toda relación humana. Lo contrario del amor es el odio y este es el movimiento del apetito huyendo del mal. El bien es el objeto del amor. El mal es el objeto natural del odio. El hombre odia el mal porque este amenaza con privarle de algún bien. Todo odio esta basado en el amor anterior el deseo es una fuerza que dimana del amor, ocupa un lugar intermedio del amor de algún bien y el actual goce de ese bien. El deseo es la fuerza energizadora detrás de las acciones humanas. Es el deseo de algún bien el que lanza a un hombre a la acción. Lo contrario del deseo es la repugnancia o aversión. Esta es la más débil de todas las pasiones. La repugnación no será fecundada. Igual al disgusto no suelen ser admirables. ¿Quien puede admirar a una persona que nunca hace nada porque no le gusta nada? Mientras que el odio implica amor, la repugnancia y el disgusto indica incapacidad de amar cosa alguna apasionadamente.
Los placeres corporales parecen más fuertes a los hombres que el placer espiritual. Ello se debe al hecho de que aquellos son mejor conocidos por los hombres, y a que producen una sensación de bienestar en el cuerpo que los placeres espirituales no pueden producir (sino en el alma). Además frecuentemente el placer corporal acalla el sufrimiento físico, y así el hombre lo busca como antídoto para el dolor.
La pasión humana, dirigidos por la entera razón, llevan al hombre a magnificas realizaciones. Ayudan al hombre a dominar al mundo para su propia felicidad y para la gloria de Dios. Cuando, en cambio, son las acciones las que dominan al hombre, le arrastran a su destrucción; a la ruina de su personalidad humana. Los hombres de hoy están demasiados interesados en el placer. Nuestra pereza y dejadez nos impide realizar un esfuerzo suficiente para alcanzar una felicidad real. Pero, las grandes metas no se logran alcanzar sin grandes esfuerzos. La visión de Dios no se nos va a servir en bandeja de plata. El reino de Dios esta sometido a violencia (Mt. XI, XII) es decir, a esfuerzo.
El amor del bien, del verdadero bien, tiene que ser la fuerza motriz de toda actividad humana. Por medio del amor del hombre crece, y crece la sociedad con él. El amor, bajo el control de recta razón es la gran fuerza que hará que el mundo sea digno del hombre, y el hombre digno de Dios.
Felicidad y Hábito:
Los hombres marchan hacia Dios por medio de sus acciones humanas, voluntarias, libres y moralmente buenas. Y los hombres se alejan de Dios por medio de actos humanos moralmente malos. Pero la lección entre lo moramente bueno y lo moralmente malo no es siempre fácil.
Por fortuna para los hombres la dificultas de tomar decisiones libres queda facilitada por cierta cualidad de la naturaleza que llamamos hábito. Al hombre generoso le resulta fácil serlo porque ha adquirido el hábito de la generosidad. Al hombre sin conciencia le es fácil robar porque se ha endurecido en el hábito de ser ladrón. Los hábitos, pues, le ayudan o le impiden al hombre ser bueno. Igualmente le hacen fácil o difícil ser malo. El hábito es una cualidad del hombre que le predispone para bien o para mal en lo que concierne a su naturaleza humana o a sus acciones humanas. Predisponer quiere decir aquí dejarle fácilmente disponible es decir ordenado, hacia o para algo. La naturaleza del hombre consta de dos partes: el cuerpo y el alma. Sus cuerpo se compone de diferentes órganos y miembros. Su alma no tiene partes, estrictamente hablando, pero tiene facultades: el entendimiento, la voluntad mas los apetitos sensitivos (resultantes del uso de su libertad y autodominio). Estos electos tienen que estar dispuestos en cierto orden para que se pueda decir que un hombre esta bien dispuesto o mal dispuesto en su naturaleza humana ó por lo que atañe a sus acciones humanas.
Reservamos el nombre de hábito por algo que se ha añadido a la naturaleza del hombre. En este sentido decimos que el hábito es una “segunda naturaleza”. Pero no toda las naturalezas son susceptibles de hábitos. Para adquirir un hábito una naturaleza debe ser capaz de adquirir una perfección que no posee todavía. Un animal actúa de diversas maneras para conseguir su bien y evitar su mal, siguiendo ciegamente las órdenes de su instinto en cambio el hombre puede escoger libremente y escoger el bien o ir tras el mal, además que puede hacerlo de variadas maneras.
Debido a que las tendencias humanas tienen carácter de universalidad, el hombre es capaz de hábitos, y, en efecto los necesita para una actividad eficaz: las metas de la actividad humana en este mundo son muchas y pueden alcanzarse de muchas maneras. La mente del hombre busca toda la verdad. Y puesto que el hombre no posee toda la verdad de una vez, como la procede Dios, tiene un horizonte enorme delante para decidir cual verdades se propone a alcanzar. La voluntad del hombre tiende a todo el bien. Dispuesto que el hombre no poder poseer todo el bien al mismo tiempo, como lo posee Dios, al hombre le es dado escoger que bienes ira a buscar. Pero la obtención de cualquier bien y de cualquier verdad supone poder dirigir fácilmente las fuerzas que están en poder del hombre. Sin eso que llamamos hábito el hombre se encontraría frecuentemente paralizado o frustrado en su actuación. Confrontado con la enorme multitud y variedad de todas las cosas buena que hay en el mundo, ¿Cómo podría él decir cuáles perseguir eficazmente y alcanzarle? Su apetito sensible tiende indiscriminadamente hacia todos los placeres corporales. Su inteligencia tiende a toda la verdad. Su voluntad a todo bien, sea real o aparente. Las facultades del hombre tienen que ser determinadas o dirigidas hacia un objeto y en una dirección si han de actuar con éxito sin desparramarse en vano. Y es el hábito el que imprime esa dirección o sesgo en las facultades del hombre.
La principal causa natural de los hábitos es la actividad humana. Es a fuerza de repetir actos de la misma naturaleza coco el hombre adquiere hábitos operativos. A fuerza de decir la verdad siempre y en cualquier situación es como el hombre adquiere el hábito de la veracidad. El agricultor que quiere regar sus campos desde un rió vecino se pone a cavar una acequia: sus golpes de pico, pala y escardilla irán dando forma a aquella acequia por donde finalmente correría el agua con facilidad. Así hay que hacer con nuestra alma. En el caso del hombre veraz, las palabras son los actos voluntarios con que se fue labrando la recia costumbre de decir siempre la verdad. Difícil será que el agua fluya por canal distinto. El hombre veraz encontrará muy cuesta arriba decir una mentira en su vida.
Como quiera que la mayor parte de sus hábitos los adquiere el hombre mediante la repetición de actos, se deduce que el hábito puede disminuir o aumentar. Cuantas más veces obra un hombre honestamente, tanto más se fortalece en él el hábito de la honradez. Pero eso se verifica solamente si la intensidad de su hábito ya establecido. El hombre que paga una deuda con enorme repugnancia no aumenta con ello su hábito de honradez. Podemos sospechar que esa reluctancia es ya señal de debilitamiento de la virtud.
Al igual que el hombre puede aumentar la fuerza de un hábito obrando su acuerdo con esté, así también puede disminuir y hasta perder el hábito actuando contrariamente, o también por mero desuso del hábito. El labrador que va echando tierra en su acequia acabará por cegarla.
Hay muchos hábitos que los hombres adquieren de una manera u otra a lo largo de su vida. Los hábitos se distinguen entre si sobre todo por sus objetos: diferentes objetos, diferentes hábitos. Veracidad, amor al pobre, misericordia, tienen objetos diferentes.
Pero ¡ay! También en moralidad pueden deferir los hábitos. Si ellos inclinan al hombre a acciones morales buenas, son buenos, y, se llaman virtudes. Si a acciones moralmente son malos y se llaman vicios.
Puesto que el hombre alcanza o pierde su verdadera felicidad por medio de sus acciones humanas, y puesto que los hábitos son los canales por los cuales las facultades del hombre se mueven fácil y eficazmente a la acción, sus hábitos y la moralidad de estos son de enorme importancia para el hombre. Un hombre cargado con un hábito erróneo, es decir con un hábito malo o vicio, se aparta fácilmente de Dios: vuela hacia la perdición. Un hombre rico de buenos hábitos, o sea, de virtudes, se mueve fácilmente hacia Dios.
Felicidad y virtud
El hábito es la clave de la eficacia de las acciones humanas. Pero la eficacia sola no nos conduce de por si a la felicidad o a la ruina. Un hombre es capaz de arruinar su propia vida tan eficazmente como puede hacer de ella un triunfo. La eficacia debe ser constructiva, no destructiva. Los hábitos destructivos se llaman vicios, y las constructivas virtudes. Los vicios dañan a la humanidad del hombre a quien van reduciendo al nivel de la bestia. Las virtudes perfeccionan su humanidad y aumenta su semejanza a dios.
Todas las virtudes humanas o son intelectuales o son morales. La virtud humana es un hábito que completa o perfecciona al hombre en orden de la acción, es decir a la producción de actos buenos. Pero toda acción verdaderamente humana brota de estas dos fuentes: el entendimiento y la voluntad. Toda virtud humana debe ser pon tanto un perfeccionamiento de una de esas fuentes de acción. Si lo que perfecciona es el entendimiento, será virtud intelectual; si la voluntad, virtud moral. Lo cual nos hace ver que la virtud perfecciona y potencia al hombre. La virtud, al perfeccionar las facultades de la razón y de la voluntad, eleva al hombre por encima del nivel de la bestia y lo convierte en imagen de Dios.
Las virtudes intelectuales son: entendimiento, ciencia y sabiduría. La virtud del entendimiento especulativo nos hace ver la verdad apetecible; y, el entendimiento práctico considera la verdad como una medida de acción, a este le llamamos arte.
Ejemplo: ver una silla y hacerla.
Un ser racional está hecho para la verdad. Le es natural querer saberlo todo y entenderlo todo. Las virtudes de la inteligencia especulativa-entendimiento, ciencia, sabiduría- son necesarias para el perfeccionamiento del hombre en cuanto hombre. El entendimiento es un don inherente a cada hombre. La ciencia y la sabiduría en cambio, hay que ganársela. En nuestro mundo de hoy a la ciencia, y sobre todo a la ciencia positiva, se la tiene en gran estima. Se nos ha hecho creer que el adelanto de las ciencias positivas, como la química, las matemáticas, la física, producirían automáticamente el cielo en la tierra para el hombre. Pero si la sabiduría – que es la culminación de todas las ciencias – jamás lograrán éstas llevar al hombre a la perfección que puede y debe alcanzar. Sólo la sabiduría le proporciona la última respuesta. Sólo ella responde a las respuestas fundamentales: ¿de donde broto este mundo? ¿de donde surgió el hombre libre? ¿A dónde vamos? El astrónomo explica las rotaciones de la tierra, su composición y hasta su edad. Pero el primer origen de toda existencia seguirá siendo un misterio que sólo la sabiduría podrá descifrar: ella debiera ser la meta de todo esfuerzo humano dedicado a la conquista del conocimiento.
La virtud que perfecciona la inteligencia práctica en su conocimiento de lo que hay que realizar se llama arte. Como el hombre es por naturaleza un fabricador de cosas, la virtud llamada arte es de extraordinaria importancia. Arte es el conocimiento de los procedimientos adecuados para producir o crear.
Entendimiento, ciencia, sabiduría y arte son sí mismas perfecciones sólo de la inteligencia humana: no son en sí perfecciones morales: por sí mismas no hacen al hombre moralmente bueno o malo. Son. Por lo tanto, virtudes relativas o imperfectas. Pero la prudencia, que dirige las acciones libres del hombre, y que se ocupa con la consecución del bien moral y la invitación del mal moral, perfecciona al hombre en cuanto hombre, y es por tanto una virtud perfecta. La prudencia es un hábito bueno que conduce a las potencias del hombre a un bien moral.
Las virtudes intelectuales defieren, naturalmente, de las morales. Las virtudes morales son hábitos que modifican el apetito del hombre por el bien. Si el mero conocimiento produjera la necesidad del bien moral en todas las acciones humanas, no habría necesidad de virtudes morales distintas de las intelectuales; pero la experiencia nos dice que conocimiento y virtud no son idénticos. El ladrón suele saber que robar no está bien, pero seguirá haciéndolo. Es cierto que la razón es el primer principio o fuente de todo acto humano. Pero la razón no es un dictador totalitario de toda acción humana. El apetito del hombre obedecerá a la razón, pero con cierta capacidad de oposición. ¡Cuántas veces las pasiones del apetito sensitivo se oponen a la razón misma! Para obrar bien, pues no solo necesita el hombre las virtudes intelectuales que perfeccionan su razón, sino las morales que disponen su apetito a seguir el dictamen de la razón.
Son distintas las virtudes intelectuales y las virtudes morales. Pero están relacionadas entre si. No puede haber virtud moral si que le preceden las virtudes intelectuales de la prudencia y del entendimiento. La prudencia le capacita al hombre para bien escoger los medios mas adecuados para la finalidad propuesta. La virtud moral de la justicias le hurgue al hombre pagar sus deudas; pero la prudencia de su inteligencia le dicta el modo de proceder en la práctica. Sin esa prudencia un individuo podía decidir pegarle a Felipe robando a Fernando. La prudencia a su vez necesita la asistencia del entendimiento. Por otro lado si bien el entendimiento, paciencia, la sabiduría y el arte pudieran encontrarse en un hombre desprovisto de virtud moral alguna, la prudencia, en cambio, no puede existir si alguna virtud moral. Por que la prudencia se ocupa de actos particulares. Y los actos particulares los efectúan los hombres por alguna finalidad particular. Serán, pues, buenos o malos según sea buena o mala la meta propuesta.
La finalidad de cada acto en particular es el principio o frente de que se originan aquel acto. El hombre actúa porque se propone una finalidad. Y aquí la virtud de la prudencia exige rectitud de intención en cada acción particular. Pero esa rectitud de intención con respecto a la finalidad propuesta es obra de las virtudes morales que perfeccionan los apetitos del hombre. Si el apetito se presenta orientado hacia el bien moral, la prudencia se encargara de disponer y dirigir los medios hacia el bien. Así, es la recta intención en el apetito la que confiere en la inteligencia. La verdadera capacidad de juzgar con rectitud como alcanzar la buena meta propuesta. La prudencia, pues, exige rigurosamente la rectitud en la voluntad y en el apetito sensible.
Humanidad en la acción humana: tras la felicidad.
El hombre corre tras la dicha mediante el uso apropiado de sus facultades: razón, voluntad y apetito sensible; y a de haber un equilibrio entre ellos para que el hombre actué como una unidad eficaz para el logro de su objetivo. De estar ellas desunidas o enfrentadas, entre si, no se alcanzará la felicidad. El bien real del hombre no se logra suave y eficazmente más que por medio de una actuación conjunta, y en debida coordinación entre ellas, y en subordinación de su Dios.
Esta adecuada adaptación en las facultades humana entre sí es tarea de las virtudes. Cuál es la verdadera felicidad del hombre y cómo lograrla en la insoslayable cuestión que debe averiguar el entendimiento o razón. Y para ello le habilitaran las virtudes intelectuales. Si el hombre no tuviera más destino que el puramente natural, y si se encontrara totalmente en el universo, la voluntad humana no necesitaría virtud especial alguna para funcionar en la consecución de su bien, ya que en sí misma no es ella más que una inclinación a buscar el bien que la razón le indica. Pero es que el hombre está llamado por Dios a un bien que sobrepasa las posibilidades humanas: la visión y la posesión de Dios; y por ello el hombre necesita, por ejemplo, la virtud y la caridad, que le capacita para buscar y abrasar a Dios con un amor sobrenatural. Pero, además, el hombre vive en este mundo con otros seres humanos. Y ha de necesitar así la virtud de la justicia, que incline su voluntad a dar a cada cual lo que se le debe. Las pasiones del apetito sensitivo no son en sí mismas más que fuertes inclinaciones a buscar lo bueno y evitar lo malo. Tienen que estar bajo el control de la razón y la voluntad si es que hay que ayudarle al hombre en la búsqueda de su verdadera dicha. Además, como la experiencia nos enseña, cuando quedan abandonadas a sí mismas, tienden a rebelarse contra la voluntad y la razón. Necesitan, pues virtudes que las sometan a la razón y a la voluntad. La templanza es la virtud que modera y, así se requiere, frena las pasiones simples o concupiscibles en un anhelo del bien. La fortaleza es la virtud que modera y encauza la energía de las pasiones irascible en su prosecución del bien.
Aunque teólogos y filósofos enumeran una gran variedad de virtudes, vamos a limitarnos aquí a hablar de las virtudes cardinales que conducen a la felicidad natural, y de las teologales que llevan al hombre al conseguimiento de su felicidad sobrenatural: la visión de Dios.
Las virtudes llamadas cardinales son: la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza. Estas cuatro son las principales virtudes naturales que coordinan la actividad humana y la encausan al bien del hombre en cuanto al hombre. Son las raíces de las que brotan todas las demás virtudes humanas. Y así tiene que ser, puesto que son esas cuatro las que perfeccionan todas las facultades del hombre en su función de búsqueda del bien. En esta búsqueda, y desde el punto de vista de la razón, debe el hombre decidir que es lo que la voluntad debe hacer y que es lo que debe evitar. Y ésa es tarea de la prudencia. En cambio, desde el punto de vista de la apetencia del bien del hombre, algunas de sus acciones no trascienden el ámbito individual, mientras que otras tienen un carácter social: y ahí es donde entra la justicia, dando a los otros lo que se les debe y perfeccionando la voluntad del hombre en sus acciones sociales. La justicia inclina al hombre a dar a cada uno lo suyo, sea este ‘cada uno’ otro o Dios mismo. Por lo que atañe a aquellas acciones que se limitan a perfeccionar al solo individuo, ellas proceden del apetito sensitivo, el cual puede ser concupiscible o irascible. Pues bien: el moderar el apetito concupiscible del hombre por un bien sensible es obra de la templanza. Y en cambio, es tarea de la fortaleza robustecer el apetito irascible para la consecución de algún bien arduo de conseguir. Todas las demás virtudes que puede necesitar un hombre para sus acciones humanas a nivel natural están relacionadas con estas cuatro virtudes fundamentales. Con estas cuatro virtudes cardinales queda el hombre equipado par obtener el bien natural. Poseyéndolas, el hombre está en equilibrio consigo mismo. No habrá lucha interna entre sus varias facultades para alzarse con el poder. La razón percibe donde está el verdadero bien del hombre, y voluntad y el apetito sensitivo acatan su veredicto. Si falta una sola de ellas, se desbarata la unidad, y desaparece la eficacia. Un conflicto entre sus facultades naturales sería la ruina del hombre. La rebelión de la voluntad o del apetito sensible contra el dictamen de la razón destruye al hombre, en el sentido de que le impone procurarse su verdadera felicidad, lanzándole a perseguir la dicha de alguna meta inadecuada, como la riqueza y el deleite. Poseyendo estas virtudes cardinales, el hombre está en paz consigo mismo, con el mundo, con Dios. Sin ellas, él es como una maquina con los engranajes estropeados: no encajando bien, subsiste el peligro de caerse en pedazos o de seguir estropeándose cada vez más. Así también, cuando razón, voluntad y apetito discuerdan, se va destruyendo entre sí y desbaratando la cohesión y unidad interna del hombre. Produciéndose los monstruos, aberrados, que conduce el facilitar la “fractura ontológica”. Para alcanzar las virtudes intelectuales o naturales, el hombre debe perfeccionar sus hábitos al Bien, para adquirirlas a fuerza de repetición de actos.
Si el hombre fuera llamado por Dios a una felicidad puramente natural, le bastaría esas virtudes cardinales para lograrla. Pero Dios nos llama a gozar de el en su visión. Y esa es una meta que sobrepasa todas nuestras posibilidades naturales. Si ha de alcanzarla el hombre mediante la acción de sus facultades, la razón y la voluntad, tendrá Dios que hacerlas capaces de una actividad sobrenatural. Y así es donde entra en juego el papel de las virtudes llamadas teológicas: la fe, la esperanza y la capacidad: ellas se encargarán de habilitar a la razón y a la voluntad del hombre a alcanzar la visión del Dios. Siendo Dios mismo el objeto de esas virtudes – puesto que nos encaminan a Dios- las llamamos teológicas. También las llamamos así porque a Dios mismo quien las infunde en nosotros y porque si sabemos algo sobre ellas es solamente porque Dios no lo ha revelado.
Si en el orden natural necesita el hombre conocer unos primeros principios que enderecen su actividad, en el orden sobrenatural, precisa también del conocimiento de unos principios sobrenaturales que perfeccionen su entendimiento en su camino hacia Dios. Y Dios le otorga este conocimiento mediante la fe. En el orden natural la voluntad humana tiene de por sí hacia su objeto, que es el bien. En el orden sobrenatural la voluntad del hombre tiende a la visión de Dios mediante la esperanza. En el orden natural la voluntad humana se abraza en amor al bien que ha obtenido. Y a nivel sobrenatural la voluntad humana se abraza a Dios con la virtud teológica de la caridad. El mundo de Dios, tal como El es en si, no es naturalmente asequible al hombre. Son esas virtudes que El le infunde, la fe, la caridad y la esperanza, las que permiten al hombre acceder a ese mundo de Dios. Es algo así como si a un pordiosero le abrieran de par en par las puertas del palacio, y le fuera dado recorrer a placer salas y corredores, inspeccionando hasta el último espacio, y luego, ya aseado, entrará a l audiencia de real. Fe, esperanza y caridad son la franquicia de la mansión del rey. Quien viva su luz será admitido un día a la visión de Dios. Quien muera poseyéndolas habrá logrado la meta de su existencia: la posesión con la visión de Dios.
Todo el conjunto de virtudes tiene por finalidad hacer del hombre lo que debe hacer: las naturales, hacerle un hombre deberás, las sobrenaturales, convertirle en hijo de Dios, y heredero del cielo. Las virtudes cardinales subordinan las facultades del hombre los dictados de la recta razón. Las teológicas someten a Dios la razón y la voluntad del hombre. Ambas juntas ordenan las facultades humanas habilitándolas a llegar a la visión de Dios. No son, pues, fuerzas restrictivas que encadenen la libertad del hombre. Esas virtudes no hacen más que liberar a nuestras facultades del mal y del error para facilitarles la consecución de la felicidad. Mi extinguen siguiera las pasiones de nuestro apetito sensible, sino que, sometiéndolas al control de la razón, facilitan al hombre el empleo de toda su entera fuerza para la persecución de su verdadera dicha.
El hombre que posee esas virtudes no se siente abrumado o embarazado por ella: al contrario: puede lanzarse al ruedo de la vida más entero, e imprimir su personalidad en el mundo. Sabe lo que quiere, sabe a donde va, sabe como llegar. Tiene en sus manos toda la fuerza de su voluntad, su inteligencia, sus pasiones para abrirse paso a través de los obstáculos. El hombre con esas virtudes es el hombre de verdad, pleno, libre, en paz, el hombre perfecto.
Tomado e inspirado en el trabajo de Walter Farnell, O. P. El Libro Rojo de Dios. Ediciones Don Bosco. Aralar, 7. Pamplona (Navarra).
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Jose Luis Aboytes

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